Tercera parte: El síndrome de San Clemente


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La confesión y el primer beso

Uno de los momentos más intensos y esperados es cuando Elio, incapaz de seguir ocultando su amor, se arma de valor y deja entrever sus sentimientos. Lo hace de una forma indirecta, con frases llenas de ambigüedad, como si temiera que una confesión demasiado directa lo expusiera por completo. Oliver, con su actitud misteriosa y reservada, parece entender lo que Elio realmente quiere decir, pero en lugar de dar una respuesta clara, mantiene la tensión, prolongando el sufrimiento y el anhelo de Elio.

Pero finalmente, llega el primer beso. Es un momento cargado de deseo, pero también de miedo e inseguridad. Oliver, aunque cede ante la pasión del momento, se aleja poco después, dejando a Elio confundido y aún más desesperado por entender lo que está ocurriendo entre ellos. Es un beso que, aunque breve, cambia por completo la dinámica de su relación. Ya no hay marcha atrás.


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La escena del durazno: deseo, vulnerabilidad y amor

Uno de los momentos más icónicos de la novela (y también de la adaptación cinematográfica) ocurre en este segmento: la escena del durazno. En este punto, Elio está completamente sumergido en su deseo por Oliver, tanto que incluso encuentra placer en lo simbólico, en lo táctil, en lo prohibido. La escena del durazno no es solo una metáfora del deseo físico, sino también de la entrega absoluta, de la vulnerabilidad de Elio al amar a Oliver sin reservas.

Cuando Oliver descubre lo que Elio ha hecho, en lugar de burlarse o reaccionar con rechazo, le demuestra una ternura inesperada. Es en este momento cuando la relación entre ambos deja de ser solo un juego de tensión sexual y se convierte en algo mucho más profundo. Oliver no solo lo desea, sino que lo acepta completamente, con todas sus emociones y miedos. Este gesto tan íntimo y simbólico es una de las pruebas más claras de que, aunque su relación tenga fecha de caducidad, el amor que sienten es real.



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Los días en Bérgamo: la felicidad y la tristeza entrelazadas

Después de consumar su amor, Elio y Oliver pasan juntos unos días en Bérgamo, lejos de la villa y de la rutina del verano. Es un periodo de felicidad absoluta, en el que pueden estar juntos sin restricciones ni miradas ajenas. Sin embargo, incluso en los momentos más hermosos, hay un trasfondo de tristeza. Ambos saben que Oliver pronto tendrá que irse, que lo que están viviendo es solo un instante en el tiempo, un fragmento de algo que, por las circunstancias de la vida, no puede durar.

Aquí, André Aciman nos sumerge en la melancolía del primer amor, en esa sensación de plenitud que se mezcla con el dolor de saber que todo tiene un final. La despedida se siente inminente, y aunque ninguno de los dos quiere hablar de ello, está presente en cada caricia, en cada palabra no dicha.

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Conclusión: el amor que marca para siempre

El tercer segmento de Call Me by Your Name es el corazón de la historia. Es aquí donde Elio y Oliver dejan de ser solo dos personas atraídas físicamente y se convierten en dos almas profundamente conectadas. A través de escenas cargadas de emoción, Aciman nos muestra la belleza y la crueldad del amor efímero, ese que nos transforma, nos eleva y nos deja cicatrices imborrables.

Este capítulo es un recordatorio de que algunos amores no están destinados a durar para siempre, pero eso no los hace menos reales o significativos. Y, como diría el padre de Elio más adelante en la historia, hay amores que dejan una marca tan profunda que, aunque duelan, son lo más hermoso que nos puede ocurrir. 

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